domingo, 10 de agosto de 2014

Horst Paulmann, has creado un monstruo.


Lo que más me fascina de la arquitectura es su maravillosa capacidad de hablar, de proyectar de una manera estética todo lo referente a nuestra identidad, hablando a través del hormigón, del fierro, del policarbonato y de la madera, entre una infinidad de materiales más, y de dar importancia tanto a la belleza como a la funcionalidad.

Así ha sido siempre, desde que el ser humano vivía en las cavernas y se remitía a ocuparlas como refugio (el simple lado funcional) hasta las catedrales góticas de la Edad Media y todo su mensaje de devoción y adoración a Dios a través de la construcción de un lugar maravillosamente bello (el lado estético) para alabarlo.

La arquitectura habla por nosotros. Habla del contexto en el que nos desarrollamos, en el que vivimos; cuando los pueblos desaparecen, dejan sus construcciones, sus edificios, sus mausoleos como testimonio de su identidad, de sus singularidades, de sus gustos, de sus costumbres y de sus tradiciones.

Todo esto es posible extrapolarlo perfectamente al actual mapa arquitectónico mundial, en donde obras como el edificio NEMO responden a un concepto, a una concepción, a un tema que inspira la obra en sí, a un intento por plasmar la identidad de un determinado lugar o sociedad. En este caso, el NEMO (un centro nacional de ciencia y tecnología ubicado en Holanda) es una construcción con la singular forma de un gran barco, localizado en Amsterdam y que dada su ubicación geográfica y su temática (un museo de ciencia y tecnología) tuvo como principal inspiración la idea de un gran barco que tratara de dar vida a un muelle decadente que no atraía visitas ni turistas.



Lo mismo pasa con The Deep, un edificio en cuyas instalaciones se encuentra un centro de aprendizaje y museo, una especie de MIM dedicado al mar y cuyo eje temático casa perfectamente con la tradicional herencia marítima-pesquera de la ciudad de Hull en Inglaterra, en donde se encuentra ubicado, herencia entonces en grave decadencia y abandono cuando se ideó el proyecto que posteriormente daría vida a The Deep.

La idea engendrada por el comité para la construcción de este edificio tenía como objetivo la creación de un símbolo para Hull, algo que resultara representativo para los habitantes y fácilmente reconocible por los turistas, y qué mejor que inspirarse en la herencia naviera propia de la ciudad, construyendo un edificio, un barco que parece adentrarse en el mar y sumergir a los visitantes junto con él y que habla de manera elocuente del contexto portuario de la ciudad.



¿Pero qué inspiración tiene Costanera Center? ¿Qué es Costanera Center? Es el edificio más alto de Sudamérica pero aparte de eso ¿qué es? ¿Qué trata de mostrar? ¿Cuál es su concepto, cuál es su inspiración? ¿Qué simboliza? ¿Simboliza algo? ¿A qué responde? ¿Qué trata de decirnos a nosotros como habitantes de Santiago y qué le dice a los turistas que visitan nuestra ciudad, de nosotros mismos?

No es nada. No dice nada. Es un edificio mudo, carente de sentido, de expresión. Es un simple edificio más, una vulgar mole de 70 pisos de altura cuya principal diferencia con respecto a las decenas de grandes edificios de la zona de Sanhattan es… su altura…

No sobresale por nada más que por eso: su altura… Obedece sencillamente a ese constante sentimiento de inferioridad que tenemos los chilenos con respecto a nuestros vecinos argentinos y brasileros, y a la idea de querer ser, de alguna manera y en algún ámbito, mejores que ellos, superiores en algún aspecto ¿Y cómo obtenerlo? Construyendo el edificio más alto de Sudamérica, aunque todo resulte en un edificio carente completamente de gracia, de identidad propia, de un sello distintivo que lo erija como un símbolo no sólo de la pujante realidad financiera de nuestro país en general, si no también como un emblema arquitectónico de Santiago.

¿Y qué es ese edificio al final? Una construcción carente de gusto, de identidad, de singularidad, un elefante blanco insípido, soso, fome, casi absurdo, sin razón de ser, sin señas de distinción, una vulgaridad arquitectónica más entre las tantas que llenan Santiago; es cosa de dar una vuelta por todo el sector de El Golf (nuestro Sanhattan), la Costanera y Apoquindo y ver esos edificios de cristal reluciente, que encandilan hasta casi la ceguera en los días de sol y que inevitablemente nos recuerdan esa cosa sobrecargada, ostentosa, propia del boom económico chileno de los ochenta… Con mucha ostentación pero nada de gusto.


Costanera Center es un insulto a la arquitectura, un escupo en la cara al buen gusto, a la innovación, al riesgo, a la creatividad, a la belleza... Se me revuelve el estómago cada vez que lo miro e inevitablemente pienso con fascinación en el Guggenheim que Frank Gehry construyó en Bilbao, en todo el complejo de la Ciutat De Les Arts I Les Ciencies que Santiago Calatrava construyó en Valencia o en el edificio de la Fuji en Odaiba, Japón.

¿Es que acaso tendrían que haberlo hecho más pequeño y de adobe para que de alguna manera expresara en parte lo de la identidad chilena, esa cosa media de campo, de raigambre humilde y sencilla, de calidez y cariño por la tierra?

En ningún caso... Dar señas de identidad nacional no significa caer ni el chovinismo ni en la caricatura; tiene que ver con tener claro qué y cómo somos realmente, pero es evidente que aunque hayan pasado doscientos años todavía no lo tenemos para nada claro…

Es lamentable ver cómo nuevamente se malgastaron millones y millones de dólares, mano de obra, fierro, hormigón, acero, vidrio y demases en una construcción muda, inexpresiva, absurda y que, como casi todo lo propiamente chileno, no es ni chicha ni limoná.

jueves, 31 de julio de 2014

El libro como objeto




Frente a mi cama hay un estante que contiene todos mis libros. No hay un orden establecido a pesar de que siempre sé dónde está cada obra. Nabokov puede estar al lado de Bradbury como McEwan junto a Rulfo o a la antología de Safo. El punto es que me gusta que estén frente a mí, me gusta mirarlos, me gusta repasar sus títulos y me gusta el meditado desorden que significa ver a Coetzee al lado de Murakami.
Me infunden paz. Me evocan cosas buenas, cosas lindas. A través de ellos -y en ellos- ha pasado la vida entera, con sus tragedias, sus dramas y convulsiones, y aún así el aura que desprenden es de completa calma...
Sé que no hay mucha gente que pueda entender lo que significa el placer de la lectura o de coleccionar libros. Para mí es algo natural, como respirar y está presente en mi vida desde que tengo memoria, desde que aprendí a leer, desde que por fin aprendí a descifrar esos signos que tanta curiosidad y fascinanción me causaban.
Uno de los primeros y más remotos recuerdos que tengo es el de ver a mi padre leyendo algún ejemplar del Reader's Digest o algún volúmen de la mítica Editorial Nascimento o de Quimantú.
Recuerdo su actitud concentrada, su completa abstracción y me recuerdo a mí, concentrada en él, tratando de entender en mi pequeña cabecita de cuatro o cinco años qué era eso que mantenía a mi papá tan interesado, físicamente tan presente y al mismo tiempo tan ausente y fuera de este mundo...
Mi papá jamás incentivó en mi el hábito de la lectura. Extraña cosa, tomando en cuenta que él mismo era un lector empedernido. Lo que sí hizo, probablemente sin querer, fue ir despertando mi curiosidad con el sólo hecho de que yo lo viera leyendo todo el tiempo, comprando libros y a la larga provocando que esos mismos libros fueran una presencia constante y familiar para mi en la casa.
Nunca sabré si todo eso fue una táctica premeditada o simplemente su comportamiento habitual y natural con algo tan cercano y familiar para él como los libros. El punto es que muy probablemente él nunca pensó que haría de mi una lectora voraz y casi patológica, una coleccionista, una persona que no concibe su vida sin leer un buen libro cada semana del mes, que ha aprendido de los libros más que de cualquier año que haya pasado en el colegio y que agradece infinitamente esa puerta que él ayudó a abrir hacia un mundo, un universo, un mar de conocimientos, de historias, para mostrarme que allá afuera, en los libros, habían realidades completamente distintas a la mía y a las cuales yo podía acercarme gracias a ellos.

Todos estos recuerdos tan lindos los traigo a colación por el placer (ese placer que sólo un bibliófilo o un lector voraz puede entender) que sentí hace un tiempo atrás al encontrar de manera totalmente casual una edición maravillosa del libro Drácula que yo siempre había soñado tener, y que sólo había tenido la suerte de leer y admirar en mis años de enseñanza media, gracias a la humilde biblioteca de mi colegio, humilde en cuanto a cantidad de volúmenes pero extrañamente hermosa y bien surtida en cuanto a calidad, a pesar de ser la biblioteca de un malo entre los malos liceos públicos de mi comuna.
Me enamoré de ese libro, y gracias a él, me enamoré del mito de Drácula. Nunca en mi vida había tenido en mis manos un libro estéticamente tan hermoso y que al mismo tiempo, gracias un extenso prólogo con un interesantísimo análisis a cerca de Drácula como personaje literario, me permitiera comprender tan bien cómo una época (la era Victoriana) pudo tener un influjo tan grande en la concepción de un personaje ya tan mítico como lo la figura del conde.
Lo encontré en la librería Antártica, ese lugar tan odiado y amado por quienes amamos leer: odiamos la calidad de la atención de sus vendedores y su vana pedantería de falsos "libreros"; odiamos su habitual desorden; odiamos su ridícula distribución de los libros, que como buen comercio privilegia la exhibición de los odiados best sellers por sobre la literatura de verdad; odiamos sus insólitos precios, pero amamos, a pesar de todo, la posibilidad de tener en nuestras manos libros maravillosos, de tapa dura o de formato bolsillo, o de editoriales que se caracterizan por el hermoso arte de sus portadas y que, claro, pueden costar un ojo de la cara, pero que a nosotros, como amantes de los libros que somos, bien nos contentamos con sólo tenerlos en nuestras manos y admirarlos...
Muchas veces había tratado de conseguirlo en librerías de Santiago y nunca estaba en ninguna. La única posibilidad era traerlo desde España a un precio exorbitante y en un tiempo demasiado extenso para mi gusto. A esas alturas ya me había aburrido de preguntar en la mentada Antártica qué ediciones de Drácula tenían para ver si es que ocurría un milagro y me decían que había llegado alguna nueva... Esa, mi amada y soñada edición de editorial Cátedra de España...
Y el milagro ocurrió... Un día cualquiera de hace algunos meses atrás, ahí estaba, frente a mi, en la sección de "Clásicos" cuando yo jamás me hubiera esperado encontrarme con él... El corazón me dio un vuelco y durante un par de segundos quedé totalmente suspendida, paralizada... Y no pasaron otros tantos segundos hasta que por fin lo pude tener en mis manos, sin poder creerlo aún...
...Cómo no caer rendida de nuevo ante la impecable traducción y ante su soberbia portada (con un fotograma de Gary Oldman en su interpretación de Drácula para el film de Francis Ford Coppola, ataviado con la ya legendaria capa roja con el escudo de los Dracul bordado con hilos de oro, con una peluca de un blanco inmaculado y sosteniendo un cáliz de oro lleno hasta los bordes de sangre); cómo no maravillarse con sus varias imágenes interiores (del algunos de los distintos Dráculas cinematográficos: Bela Lugosi, Klaus Kinski, Gary Oldman; de Vlad Tepes, el personaje histórico que inspiró a Bram Stoker a crear Drácula); cómo no fascinarse con las abundantes notas a pie de página, tan necesarias para entender la complejidad y profundidad del mito de los vampiros en el folklore de Europa central, de los países nórdicos y de Inglaterra y cómo no regocijarse con el ya comentado prólogo con páginas y páginas de un profundo análisis sociológico al mito del conde, que sirve para entender cómo a un irlandés como Bram Stoker -católico de bautismo, pero con serias dudas respecto a la fe en la que creció-, en plena época Victoriana, pudo haber escrito una obra tan transgresora, monumental, universal y tan eterna como Drácula.
Sí, para todo el mundo puede ser un simple libro... Para alguien como yo que adora los libros, que adora su olor, que sabe diferenciar una buena edición de una derechamente mala o una buena traducción de una francamente mediocre, que se maravilla ante la primera edición de un libro, ante una hermosa portada de tapa dura o ante un libro extraño y maravilloso encontrado en un lugar insólito como la sección de libros del Jumbo (años atrás encontré ahí una pequeña edición de bolsillo de Axel de Villiers de L'Isle Adam, a precio de huevo entre bazofias que no merecían estar al lado de mi pequeño tesoro pero que costaban diez veces más...), para alguien como yo, o para cualquier otro bibliófilo, cualquier otro coleccionista, haber encontrado esta maravillosa edición de Drácula, fue todo un milagro, un suceso...
Como fanática declarada de Drácula que soy -como personaje ícono de la literatura fantástica, como personaje representativo (sí, absolutamente representativo) de una época tan prolífera en personajes literarios eternos como lo fue la época Victoriana-, puedo decir con absoluto conocimiento de causa que esta, la edición de Cátedra, es la mejor que hay en español, por todo lo que describí anteriormente y por otras tantas cosas que seguramente se me quedan en el tintero... He visto y leído otras muchas ediciones, todas deficientes, mal traducidas o de portadas horribles, o algunas medianamente decentes que en algo sirven para quien se quiera acercar a la figura de Drácula, pero ninguna le llega ni a los talones a esta pequeña joya que tuve la suerte de encontrar donde menos me lo esperaba.

Ya lo dijo Eco (en Nadie acabará con los libros, otra maravilla que cualquier bibliófilo que se precie de tal debe leer y tener en su biblioteca personal): "El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez se han inventado, no se puede hacer nada mejor. El libro ha superado la prueba del tiempo... Quizás evolucionen sus componentes, quizás sus páginas dejen de ser de papel, pero seguirá siendo lo que es."

Seguirán siendo esos maravillosos soportes de toda la experiencia y el conocimiento humano, es verdad, pero también, para algunos de nosotros, seguirán siendo también esas joyas, esos hermosos objetos, esos hermosos fetiches capaces de alegrarnos el día y de maravillarnos con su pequeña belleza.

sábado, 12 de abril de 2014

"Mediocridad" (y otras cosas) se escribe con M

Es una falta de cuidado terrible hacia mi exquisita inteligencia y mi encantadora sensibilidad esto de perder tiempo entreteniéndome con tu simpática estupidez... Pero debo reconocer que hay un dejo de gracia en tus "reflexiones" que me hace encontrar inocentemente conmovedoras tus ínfulas de poetisa o de filósofa...
Sí, es conmovedor que al final de tanto esfuerzo apenas si consigas juntar las letras y escribir algo medianamente coherente y con alardes de gran idea... La idiotez es muy cómica cuando va ataviada de gratuita jactancia (en tu caso, no tengo idea de qué, pero bueno...)
Pero te repito: casi hasta me causan ternura tus reflexiones. Es como ver a un paco y no poder sentir odio ni rabia si no sólo lástima y pensar "pobre... detrás de cada paco, sólo hay un niño no querido..." Sólo que cuando es a tí a quien miro y leo las barbaridades que escribes, pienso: "Pobrecita... detrás de ella sólo hay una pobre cabra chica que fue a un muy mal liceo municipal..." El problema en sí no es el liceo penca y mediocre... El verdadero problema es que tú también lo eres... Y por cómo escribes y piensas, claramente lo serás por siempre...   :)

domingo, 30 de marzo de 2014

"Una reina en el estrado" o cómo escribir una buena novela histórica.

                                            "¿Acaso no soy un hombre como los demás?
                                                              ¿No lo soy? ¿No lo soy?"


                    Enrique VIII a Eustache Chapuys, embajador del Imperio español.




La "novela histórica" suele tener poco y nada de "novela" y sí una evidente cojera en recursos narrativos, defecto que trata de ser subsanando con la supuesta valía de sus argumentos históricos.
Lamentablemente, ni lo uno ni lo otro - su casi siempre escasa o nula fibra novelística y su dudosa veracidad histórica- ayudan a configurar una obra que no pase más allá de ser anecdótica y prescindible y que esté condenada a juntar polvo y telarañas en algún rincón luego de haber sido leída durante las vacaciones o en una licencia médica.
Pero como (casi) siempre en la vida, no hace mucho me encontré con una honrosa excepción a esta infame regla de mediocridad, una excepción que resulta una maravilla desde la portada misma de su edición en castellano hasta la última página del libro. Se trata de Una reina en el estrado (Bring up the bodies en inglés), un libro escrito por Hilary Mantel y que en su año de publicación (2012) ganó variados premios, obtuvo excelentes críticas y varias menciones en distintas listas de los mejores libros del 2012, y con sobrada y merecida razón: habla de Eduardo VIII, de sus distintas amantes; de Catalina de Aragón, su primera esposa; de la hija de ese primer matrimonio: la rebelde y obstinada María; de la pequeña Isabel, "la bastarda pelirroja", tan célebre en años posteriores, pero sobre todo, habla de la más vilipendiada y conocida de todas sus esposas: Ana Bolena, aquella por la cual Eduardo VIII se convirtió en un descastado entre los reyes cristianos y a la cual, cómo no, terminó dejando a su propia suerte y condenando a la infamia eterna por los siglos de los siglos.
La gracia de "Una reina en el estrado" radica precisamente en... su gracia: nada sobra, nada falta, toda la narración, todos los hechos discurren de manera fluida, no se remiten solamente a ser una mera y lánguida disección de la cronología histórica por todos conocida; es evocativa hasta casi resultar poética en ciertos momentos y todos esos elementos y sucesos tan mezquinos y propios del alma humana -las intrigas, las mentiras, las traiciones y pasiones- que tanto abundan en la teleserie que fue la vida Enrique VIII, en Una reina en el estrado resultan reveladores, clarificadores y se narran- a través del ojo de Thomas Cromwell, primer ministro de Enrique- con una agudeza y un cuidado tal que dejan totalmente de lado la perspectiva de mal gusto y ramplonería facilona con que las novelas históricas -o el cine y la televisón; cómo no pensar en Los Tudor...- se han acercado siempre al mito de Enrique VIII. 

Una reina en el estrado es mucho, muchísimo más que una deficiente lección de Historia o un mal intento de ensayo histórico, y si bien aborda una etapa de la historia de Inglaterra que ha sido manoseada y sobreexplotada hasta el hartazgo, consigue que el lector se acerque a esa etapa desde un prisma distinto, más coherente, más real, resultando perfecto en fondo y forma como novela, como una gran novela, (y creo que ese es su mayor mérito: sacudirse completamente de encima la etiqueta obvia de novela histórica para calzarse la capa de novela, de tremendo novelón) consiguiendo erigirse como uno de esos escasos destellos de buena y decente literatura de la que tan falta está la actual narrativa británica.


Extracto de Una reina en el estrado

"Estos días son perfectos. La luz clara y serena resalta cada baya que brilla en los setos. Cada hoja de árbol cuelga, con el sol detrás, como una pera dorada. Cabalgando hacia el oeste en plena canícula, nos hemos sumergido en selváticos cotos y hemos coronado las campas, accediendo a ese terreno alto donde, incluso con dos condados de por medio, puedes percibir la presencia cambiante del mar. En esta parte de Inglaterra dejaron sus terraplenes, sus túmulos y sus piedras enhiestas nuestros antepasados los gigantes. Aún tenemos, todos los ingleses y todas las inglesas, unas gotas de sangre de gigante en las venas. En aquellos tiempos antiguos, en una tierra no expoliada por las ovejas ni por el arado, ellos cazaban el jabalí y el alce. El bosque se extendía ante uno durante días y días. A veces se desentierran armas antiguas: hachas que, manejadas a dos manos, podían cortar de arriba abajo caballo y jinete. Piensa en los grandes miembros de aquellos muertos, que se agitan aún bajo la tierra. Eran guerreros por naturaleza, y la guerra está dispuesta siempre a volver otra vez. No es sólo en el pasado cuando cabalgas por estos campos. Piensas en lo que está latente en la tierra, en lo que está engendrando; son los tiempos que vienen, las guerras no libradas aún, las heridas y muertes que, como semillas, la tierra de Inglaterra mantiene calientes. Uno pensaría, mirando a Enrique cuando se ríe, mirando a Enrique cuando reza, mirándole conducir a sus hombres a través del sendero del bosque, que se asienta en su trono tan seguro como se asienta en su caballo. Las miradas pueden engañar. De noche, yace despierto; mirando fijamente las vigas talladas del techo; enumera sus días. Dice: «Cromwell, Cromwell, ¿qué haré? Cromwell, líbrame del emperador. Cromwell, líbrame del papa». Luego llama a su arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer, y exige saber: «¿Está mi alma condenada?».

Así es la cosa.

Tengo blog, y me lo hice hace apenas unos días. Un Blog. Se supone que debería ventilar mi vida en Twitter o derechamente en Facebook, o mostrar lo chora y cool que soy en un Tumblr. Debería tener un Smartphone y estar todo el día pendiente de lo que hacen los demás y de exhibir lo que yo hago: con quien me junto a comer sushi y a tomar un mal café en Starbucks; sacarle fotos a lo que como y bebo como si mi vida fuera una maravilla digna de envidiarse y copiarse. Hacerme la inteligente hablando de cosas que finalmente nadie entiende ni le interesan. Pero no. Tengo un blog... que para estos tiempos viene a ser lo mismo que tener un Nokia 5130, jugar a la culebrita y tener un ringtone monofónico. Pero me da igual. Todo esto es una botella lanzada al mar con un mensaje adentro o un señal de ondas que viaja a través del espacio esperando ser interceptada por alguien. El mensaje en sí no es comprensible para cualquiera. Claramente no lo es. Y eso es lo que más me gusta.