domingo, 30 de marzo de 2014

"Una reina en el estrado" o cómo escribir una buena novela histórica.

                                            "¿Acaso no soy un hombre como los demás?
                                                              ¿No lo soy? ¿No lo soy?"


                    Enrique VIII a Eustache Chapuys, embajador del Imperio español.




La "novela histórica" suele tener poco y nada de "novela" y sí una evidente cojera en recursos narrativos, defecto que trata de ser subsanando con la supuesta valía de sus argumentos históricos.
Lamentablemente, ni lo uno ni lo otro - su casi siempre escasa o nula fibra novelística y su dudosa veracidad histórica- ayudan a configurar una obra que no pase más allá de ser anecdótica y prescindible y que esté condenada a juntar polvo y telarañas en algún rincón luego de haber sido leída durante las vacaciones o en una licencia médica.
Pero como (casi) siempre en la vida, no hace mucho me encontré con una honrosa excepción a esta infame regla de mediocridad, una excepción que resulta una maravilla desde la portada misma de su edición en castellano hasta la última página del libro. Se trata de Una reina en el estrado (Bring up the bodies en inglés), un libro escrito por Hilary Mantel y que en su año de publicación (2012) ganó variados premios, obtuvo excelentes críticas y varias menciones en distintas listas de los mejores libros del 2012, y con sobrada y merecida razón: habla de Eduardo VIII, de sus distintas amantes; de Catalina de Aragón, su primera esposa; de la hija de ese primer matrimonio: la rebelde y obstinada María; de la pequeña Isabel, "la bastarda pelirroja", tan célebre en años posteriores, pero sobre todo, habla de la más vilipendiada y conocida de todas sus esposas: Ana Bolena, aquella por la cual Eduardo VIII se convirtió en un descastado entre los reyes cristianos y a la cual, cómo no, terminó dejando a su propia suerte y condenando a la infamia eterna por los siglos de los siglos.
La gracia de "Una reina en el estrado" radica precisamente en... su gracia: nada sobra, nada falta, toda la narración, todos los hechos discurren de manera fluida, no se remiten solamente a ser una mera y lánguida disección de la cronología histórica por todos conocida; es evocativa hasta casi resultar poética en ciertos momentos y todos esos elementos y sucesos tan mezquinos y propios del alma humana -las intrigas, las mentiras, las traiciones y pasiones- que tanto abundan en la teleserie que fue la vida Enrique VIII, en Una reina en el estrado resultan reveladores, clarificadores y se narran- a través del ojo de Thomas Cromwell, primer ministro de Enrique- con una agudeza y un cuidado tal que dejan totalmente de lado la perspectiva de mal gusto y ramplonería facilona con que las novelas históricas -o el cine y la televisón; cómo no pensar en Los Tudor...- se han acercado siempre al mito de Enrique VIII. 

Una reina en el estrado es mucho, muchísimo más que una deficiente lección de Historia o un mal intento de ensayo histórico, y si bien aborda una etapa de la historia de Inglaterra que ha sido manoseada y sobreexplotada hasta el hartazgo, consigue que el lector se acerque a esa etapa desde un prisma distinto, más coherente, más real, resultando perfecto en fondo y forma como novela, como una gran novela, (y creo que ese es su mayor mérito: sacudirse completamente de encima la etiqueta obvia de novela histórica para calzarse la capa de novela, de tremendo novelón) consiguiendo erigirse como uno de esos escasos destellos de buena y decente literatura de la que tan falta está la actual narrativa británica.


Extracto de Una reina en el estrado

"Estos días son perfectos. La luz clara y serena resalta cada baya que brilla en los setos. Cada hoja de árbol cuelga, con el sol detrás, como una pera dorada. Cabalgando hacia el oeste en plena canícula, nos hemos sumergido en selváticos cotos y hemos coronado las campas, accediendo a ese terreno alto donde, incluso con dos condados de por medio, puedes percibir la presencia cambiante del mar. En esta parte de Inglaterra dejaron sus terraplenes, sus túmulos y sus piedras enhiestas nuestros antepasados los gigantes. Aún tenemos, todos los ingleses y todas las inglesas, unas gotas de sangre de gigante en las venas. En aquellos tiempos antiguos, en una tierra no expoliada por las ovejas ni por el arado, ellos cazaban el jabalí y el alce. El bosque se extendía ante uno durante días y días. A veces se desentierran armas antiguas: hachas que, manejadas a dos manos, podían cortar de arriba abajo caballo y jinete. Piensa en los grandes miembros de aquellos muertos, que se agitan aún bajo la tierra. Eran guerreros por naturaleza, y la guerra está dispuesta siempre a volver otra vez. No es sólo en el pasado cuando cabalgas por estos campos. Piensas en lo que está latente en la tierra, en lo que está engendrando; son los tiempos que vienen, las guerras no libradas aún, las heridas y muertes que, como semillas, la tierra de Inglaterra mantiene calientes. Uno pensaría, mirando a Enrique cuando se ríe, mirando a Enrique cuando reza, mirándole conducir a sus hombres a través del sendero del bosque, que se asienta en su trono tan seguro como se asienta en su caballo. Las miradas pueden engañar. De noche, yace despierto; mirando fijamente las vigas talladas del techo; enumera sus días. Dice: «Cromwell, Cromwell, ¿qué haré? Cromwell, líbrame del emperador. Cromwell, líbrame del papa». Luego llama a su arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer, y exige saber: «¿Está mi alma condenada?».

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